Formo parte de una generación que hacía periodismo web en una época en la que la web no estaba todavía tan instalada. Lo hacía desde un medio de comunicación formado por voluntarios y voluntarias llamado Indymedia, que se fundó en Argentina en 2001.
Teníamos una consigna: cualquier persona debía poder publicar sus noticias sin censura previa en cualquier medio. Algo que ahora es lo más normal del mundo. La teoría que acuñamos es que había que estar en el territorio siempre, cosa que reivindico. Además, teníamos la aspiración de aprender todo el proceso de producción multimedia para generar una nueva gramática; aunque todavía no la llamábamos así.
Lo pensábamos como el diseño atómico: trabajar el diseño por partes… Tratábamos de generar personas capaces de procesar cada uno de los elementos de una crónica multimedia para poder contarla desde distintos puntos de vista. Yo empecé a estudiar fotografía, diseño web, también editábamos videos… Se podría decir que éramos unos megalómanos que queríamos hacer todo o unos autoprecarizados totales.
Encontrarse en el ñandutí
Durante quince años ese mandato y esa idea –ser capaz de generar un producto multimedia e incorporar esa gramática en un relato por sí mismo– fue una aspiración que me persiguió. Sin embargo, con los años me di cuenta que ese era un proyecto de la modernidad. Era como ser John Hersey pero multimedia. Seguía manteniendo la idea del cronista que iba al lugar de los hechos y te contaba la verdad, sin intermediarios, nada más que en un formato multimedia. Estábamos cambiando el lenguaje sin cambiar el contenido.
Acá es cuando todo se pone raro. En el 2015 aparece en mi vida el ñandutí, que es el tejido típico de Paraguay. Se dio porque recordé que tengo una infancia ligada al mundo textil. Algo me indicó que tenía que aprender ñandutí. Empecé en Buenos Aires, después viajé a Paraguay para bordar con las tejedoras de Itauguá y terminé en la amazonía peruana con las mujeres Shipibo que me enseñaron el kené.
Entonces, mi vida tambaleó. Lo que pasó con el bordado es que empecé a habitar otro mundo. Estaba metido en uno de producción masiva en el que quería contarlo todo… y de repente, me encontré con ese mundo textil que no se podía narrar. Es un mundo habitado por el silencio donde había una sensibilidad en juego que no entraba dentro de esa lógica que yo había querido contar desde siempre.
Yo era ese modelo de periodista que venía a contar lo oculto, pero al entrar en ese mundo del trabajo manual, colectivo y anónimo, me explotó la cabeza. Intenté escribir, muchísimo, como cinco o seis crónicas para Anfibia sobre mi experiencia como bordador. Pero el bordado me fue llevando a otro lugar, uno alejado de ese modelo de cronista que ya no me cerraba desde hace tiempo.
De nuevas narrativas, memoria y bordado
Aun bordando seguía con esa pretensión de aprender a hacer de todo y me puse a estudiar collage, a intervenir imágenes. Una de las clases era sobre colorear imágenes y entonces se dio otro plot-twist que fue encontrarme con unas fotos viejas entre las que estaba la de Inakayal, líder político, militar y espiritual del pueblo Mapuche previo a la Conquista del desierto.
Inakayal fue uno de los que más vínculo tuvo con la Argentina cuando la Patagonia era territorio Mapuche. Fue uno de los últimos en entregarse y de los que más resistió cuando fue la invasión del ejército a sus tierras. Lo apresaron el 1. de enero de 1885. Las fotos que elegí para trabajar se las tomaron a él y su familia en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, donde los mantuvieron encerrados después de capturados.
Empecé a soñar con esas fotos. Las empecé a pintar y en un momento se unió el bordado. Cuando tuve diez fotos bordadas fui corriendo al sur, sin tener muy claro qué quería hacer, e ideamos con Adrián Moyano –un gran escritor Mapuche y autor de Inakayal– el hacer una gran muestra de fotos bordadas en Bariloche, que fue el último lugar donde Inakayal vivió libre.
Empezamos un diálogo sobre eso. La primera muestra había sido sobre mi obra y se llamó Restitución. La idea era liberar algo que había quedado atrapado en las fotos a través del bordado. Cuando empezamos a trabajar con Adrián, lo que definimos es que ese relato que yo venía construyendo con fotos, pintura, bordado y texto, debíamos ampliarlo para realizarlo de manera colectiva.
Gracias a las mujeres que me enseñaron a bordar en los talleres, aprendí que hay una forma muy curiosa de bordar de a dos, donde una persona hace la puntada y la otra la recibe. Como se pasa mucho tiempo cuando se borda de esta manera, inevitablemente se va construyendo un diálogo entre las dos personas pero también de ellas con la imagen. Fue así que fuimos bordando en todos los lugares donde pasó la caravana de Inakayal.
Al terminar, habíamos logrado construir un relato colectivo sobre un hecho profundamente silenciado. Más allá de la repercusión mediática, fueron cosas que se fueron desparramando a la par que se fue ampliando una comunidad que ya existía. Yo sentí que, por fin, logré lo que venía buscando hace años: contar un relato que estaba en la web, que había circulado mucho en redes sociales, que había generado algo territorial, que había generado comunidad, que había generado objetos y que había logrado contar una historia con muchas dimensiones.
Romper con el discurso
«Pude articular mi derecho a dudar y a guardar silencio, aunque como periodista no era eso lo que se esperaría de mí». Daniela Rea
Después de esta experiencia, me pasó algo que le pasó a Daniela Rea. Ella escribió un libro tremendo sobre los soldados que asesinaron a personas en su lucha contra el narcotráfico. Al terminarlo, se quedó en un profundo silencio.
Ella dice que fue porque sintió que se le había acabado la furia y había envejecido. Ese vacío lo sentí yo también. Mi trabajo ya estaba. Ese que me había permitido canalizar una energía que venía de un proceso larguísimo que iniciaba en el 2003, cuando me fui a cubrir conflictos de tierra por primera vez, trabajé con comunidades Mapuche. Yo venía de un un modelo antiguo, el del periodista que “le da voz a los que no tienen voz” y me encontré con un pueblo que tenía una voz enorme, milenaria y muy profunda. Se abrió un proceso de escucha y de diálogo que fue deviniendo de muchas maneras hasta que, con el bordado y con ese acto de intervenir las fotos, se acabó o se transformó en otra cosa.
Esto que dice Dani lo aprendió de su trabajo, de la maternidad, de muchos años de enfrentarse también a esos monstruos del periodismo. Me hizo pensar que era muy interesante dejarse habitar el silencio y correrse de ese mandato occidental, moderno, masculino, heterosexual del periodista que tiene que estar ocupando el centro y siempre tiene que estar diciendo cosas importantes.
Yo creo que, a veces, los periodistas varones, sobre todo, nos convertimos en una especie de cazadores de leones que siempre queremos ir por más. Pero me parece que ese es un modelo que se agotó. No solamente por un tema ético, moral o político. Se agotó desde el punto de vista del lenguaje.
Estamos en una época donde los relatos son colectivos, donde la figura del autor o la autora se diluye y donde el rol que podemos no solo tratar de ocupar es el de facilitar, curar, unir cabos, aportar creatividad, encauzar cosas… Pero ponernos el casco y posar con él es algo que ya fue. Toda construcción es una construcción colectiva, aunque no lo reconozcamos. La gramática de esta época es una gramática que se construye de manera colectiva. Es imposible construirla de manera individual. Ese periodista cazador de leones que va al centro del conflicto y que vuelve con el trofeo, no solo es obsoleto, sino que se vuelve ineficaz. La innovación está en otra parte. Y es colectiva.