Me crié en una escuela de cronistas, de gente que utiliza herramientas de la ficción para contar historias de no ficción; en una escuela de gente que tiene una especial predilección por ir a los territorios, por ir al lugar donde pasan las cosas para contarlas. Hay varios cronistas que representan a ese modelo. Yo elegí a John Hersey (1914-1993), porque es un tipo que me cae bien y que me parece que representa a esa época.
Hersey escribió Hiroshima, ese libro que reveló las consecuencias de la bomba atómica al resto del mundo. Inicialmente, fue un artículo de 30.000 palabras que salió publicado en un número especial de The New Yorker en agosto de 1946. Lo escribió como si fuera literatura.
La leyenda dice que cuando Hersey viajó a Japón para iniciar esta investigación se enfermó y estuvo en cama una semana. Se leyó el libro El Puente de San Luis Rey de Thorton Wilder, que narra la historia de un grupo de personas que estaban arriba de un puente que se derrumbó. Se inspiró en eso para escribir sobre un grupo de personas comunes y corrientes que habían sido víctimas de la bomba. Estuvo tres semanas investigando en Japón y escribió el artículo en secreto. Lo que logró tras la publicación de su crónica fue mostrarle al mundo qué es lo que había pasado con la bomba atómica.»
La pantalla del streaming se divide para mostrarnos seis videos. Todos ellos de la misma fecha y locación: Beirut, Líbano. 4 de agosto de 2020. En ellos se ve a una novia posando para su sesión de fotos de la boda, a una pareja de recién casados que parece estar en la misma zona de la otra novia, una cámara de seguridad, una mujer joven grabando un TikTok y un cura en medio del servicio de misa.
De repente, en todos los videos desde diferentes perspectivas, se ven los efectos del estallido de una bomba. Hacher aclara para no preocupar a los asistentes que todas estas personas están bien. Pero el efecto que se produce en el espectador es de una bomba a seis cámaras, como si un director de cine hubiera grabado la escena.
Hersey fue un gran escritor; pero lo que voy a decir es brutal: yo creo que es una época que se terminó… Se acabó la imagen del cronista héroe que contaba las historias. Se acabó por un montón de motivos. Uno de ellos es que podemos ver las cosas desde miles de puntos de vista diferentes haciendo un clic. Si queremos enterarnos de un acontecimiento, de cómo fue, nos estamos enterando a tiempo real y estamos recibiendo información de una manera a veces abrumadora.
Esto comenzó el 6 de agosto de 1991, cuando se creó la primera página web en la historia. La creó Berners-Lee, quien además inventó un concepto bellísimo: el hipertexto. Es un texto que no está constreñido a ser lineal, es un texto que contiene link a otros textos. Hipermedia es un término que se usa para hipertextos que no están constreñidos a ser textos y que pueden incluir gráficos, videos y sonidos. Hipertexto e hipermedia son conceptos, no productos.
Desde el punto de vista tecnológico, es lo que permitió un cambio de época. Podemos poner a John Hersey como ejemplo de la vieja época y la explosión de Beirut, como el de la nueva.
Nuevas gramáticas para el consumo fragmentado
«Asistimos a la emergencia de una nueva gramática en la que a través de “fragmentos” de música (de información, de imágenes) se construye un hipertexto en el que las huellas de la producción industrial tienden a borrarse». Rossana Reguillo
Estas ideas tienen que ver con Alessandro Baricco, que muchos conocen como novelista y por un libro que se llama Seda (1996), pero que también escribió una novela llamada The Game (2019). Es alucinante y te ayuda a pensar esta época. Una de las cosas que permitió internet, además de romper esa linealidad del relato, es empezar a procesar información a una velocidad que no conocíamos. Pero también empezó a volver líquido lo que antes era físico. Algo que dice Baricco es que internet creó «[un] segundo corazón que bombea realidad al lado del primero».
Esa revolución que empezó en 1991 –cuando apareció la primera página web– fue tan grande que ya no hay una diferencia entre lo real y lo virtual. Si ustedes conviven con niñes, me van a entender enseguida. Pero para Baricco, la revolución empezó mucho antes, allá por 1978, con la invención del primer juego de Arcade que es Space invaders, porque allí fue que empezamos a controlar desde la pantalla lo que sucedía.
Con el iPhone y las redes nos hemos convertido en web a nosotros mismos, nos hemos hecho enlace. Nos volvimos cyborg, básicamente. Por otro lado, con el smartphone nuestra relación con la pantalla se volvió muy suave. Todo se desliza. El grado cero de eso es la presentación del iPhone en el 2006 cuando Steve Jobs juega frente a miles de personas anunciando el fin del teclado físico y muestra la pantalla táctil. El smartphone elimina la rigidez de la postura hombre-teclado-pantalla. La migración entre el mundo y el ultramundo se vuelve más fácil.
Lo que empieza a pasar en esta época –y podríamos hablar un montón de la economía de la atención– es que nuestra atención, que está sometida a un montón de estímulos insoportables, se empieza a fragmentar y no podemos concentrarnos en lo que tenemos. Según la Encuesta de consumos culturales en Argentina: «Cae la asistencia al cine, pero aumenta el consumo de contenidos audiovisuales a través de plataformas on-demand o sitios online; cae la compra de discos físicos, pero cada vez se escucha más música en Internet».
Con esto vuelvo al principio de que me parece que nuestro lenguaje, la materia prima con la que trabajamos los periodistas, es un lenguaje fragmentado que se dirige a una audiencia con la atención fragmentada, que la gramática a la que tenemos que apelar está hecha de fragmentos y que tenemos que aprender a lidiar con eso. Creo que ese cambio radical que hubo en el mundo, esa revolución que los que somos un poco mayores la vivimos en el tiempo real, nos requiere una nueva gramática. Mi hipótesis es que en el periodismo seguimos trabajando con el lenguaje pre-John Hersey. El desafío de la época es cómo construimos esa nueva gramática para comunicarnos con esas audiencias completamente fragmentadas.
Las lecciones de Pulgarcita
«Un televidente de hace treinta años, acostumbrado a narraciones lineales y secuenciales como Chips, Las calles de San Francisco o los dibujos animados de Hanna y Barbera, no entendería nada de series como Lost o 24». Colectivo Wu Ming, 2006.
Michel Serres (1930-2019), filósofo y pedagogo francés, escribió un libro bellísimo que se llama Pulgarcita (2012) para pensar la educación. Habla de la generación que hace todo con los pulgares. Él dice que trata de entender a las nuevas generaciones con la ternura de un abuelo.
¿Por qué Pulgarcita? Porque les niñes están formateados por los medios de comunicación que han reducido su facultad de atención a 7 segundos. Lo que no necesariamente es algo negativo (Baricco diría que es más orgánico que antes). Por el teléfono celular acceden a cualquier persona; por GPS, a cualquier lugar; por la red, a cualquier saber; ocupan un espacio topológico de vecindades mientras que nosotros vivíamos en un espacio métrico, referido por distancias. Entonces, ya no habitan el mismo espacio. Sin que nos diéramos cuenta, nació un nuevo humano.
Para explicar este nuevo humano, Serres usa la metáfora del santo sin cabeza. En teoría era un predicador francés a quien los romanos decapitaron y que cuando lo hicieron, el cuerpo agarró la cabeza y se fue predicando con la cabeza en la mano. Para Serres, este nuevo ser humano tiene la cabeza en la mano y esa cabeza es el celular. Y no lo dice como algo despectivo, lo dice como lo que es: una cabeza mucho más sofisticada.
Una de las cosas que a mí me obsesiona es, ¿qué recuerdo en medio del caos? Lo que guardamos en la memoria es lo que podemos asociar de alguna forma. Por eso, siento que es un momento en el que necesitamos contar buenas historias. Donde necesitamos trabajar mucho con el lenguaje, adoptar esa nueva gramática, para comunicarnos con esa audiencia y contarle buenas historias.
¿Por qué escribimos así?
«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Ludwig Wittgenstein
«Se desplomó de repente y quedó tendido en la via pública». Esto es de un texto de los años 40. El periodismo-máquina es un lenguaje que intentaba ser objetivo, que intentaba parecer neutral y que entonces hablaba en un lenguaje como si estuviera escrito por una máquina. En la mayoría de los medios que leo todavía se escribe así. El cambio que hubo en este pase al digital es que se empezó a copiar y pegar. Entonces, hoy mucho del periodismo se hace copiando y pegando cosas y sigue perpetuando ese lenguaje de otro mundo, de otro lector y de otros periodistas.
Me obsesiona el tema del lenguaje y me parece que el primer paso para adoptar un nuevo lenguaje es desarmar el que tenemos. Y lo que hago para hacerlo es ir juntando cosas para hacer memes: «El flagelo de la droga», «una fuente sostuvo», «lanzó la convocatoria», «la escalada de violencia», «llovieron críticas».
Escribimos con ese lenguaje completamente obsoleto que intenta parecer florido. Para desarmar ese lenguaje, necesitamos entender lo que decía Borges: «Solo las palabras que forman parte del lenguaje oral pueden usarse. El barroco es una forma de inseguridad; lo que tenemos que decir no nos parece importante y lo escondemos en palabras difíciles». Ese para mí es el primer mandato. Todo lo que no dirías en una conversación, no lo escribas. El segundo punto es que las palabras se gastan y hay palabras que no se pueden usar más. Como dijo Cortázar: «Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse». El tercero es entender que cuando reproducimos ese lenguaje-máquina estamos achatando los límites del mundo y construyendo uno que tiene un sentido muy pobre, que no termina de hacer sentido.